Del sueño se ha dicho todo y se seguirá escribiendo. Pocos nos atrevemos a contarlo tal cual. Dudamos en trasmitirlo porque hay la creencia de que, al contarlo, develamos nuestra personalidad. Si lo contamos nos convertimos en nuestros propios enemigos. El riesgo del psicoanálisis instantáneo de amigos y parientes es alto.
Pero eso es una herencia del siglo XX. Es, en todo caso, culpa de Sigmund Freud. Ahí está su célebre libro La interpretación de los sueños (1900) que es una nueva interpretación a la larga tradición tanto Occidental como Oriental. Es la continuación científica de lo ya conocido por los pueblos antiguos de toda latitud, de toda cultura, de todo el orbe, en distinto tiempo y espacio.
El sueño fue en la antigüedad lo que para los alquimistas fue en la Edad Media la Piedra Filosofal, aquel mineral vil que podría convertirse en oro. Pero la modernidad le confirió al sueño un espacio único y personal, desligándolo del espectro social, comunitario. Antes, los sueños se trasmitían como reguero de polvera, es decir, se comunicaban de boca en boca. Los sueños, entonces, descifraban la vida: el pasado, el presente y el futuro.
Desde el sueño los videntes veían quién mató a una persona, quien robó a quien; veían, también la destrucción y la ruina de los imperios como aquellos hechiceros que predijeron la conquista de México-Tenochtitlán y que Moctezuma mandó encarcelar para que los sueños no se cumpliesen. La pesadilla se cumplió. Los españoles y sus aliados construyeron un nuevo imperio sobre las ruinas del reino azteca. Otro sueño, en cambio fundó ciudades como Betel cuando Yevé se le apareció a Jacob cuando dormía.
De Homero, autor de La Ilíada y La Odisea, hasta Carl Gustav Jüng los sueños dejan de ser un elemento personal, íntimo, para convertirse en cuestión de Estado, en res pública. La historia nos demostrará que por no hacer caso a sueños, como en el caso de los aztecas, imperios habrían de secumbir, reinados habrían de terminar, vidas habrían de culminar, dinastías habrían de nacer.
Pero más allá de lo anterior, la experiencia de los sueños fue lo que evocó la dualidad entre cuerpo y alma y, lo que seguramente se convirtió en el catalizador de la creación o invención de la “vida eterna”, de “dios” y la trasmigración del alma.
Si para algunos los sueños permiten entrever el futuro o comunicarse directamente con dios o los muertos, o bien solucionar aspectos personales de sus vidas, para otros en cambio permite o cataliza la creación. En todos estos casos hay innumerables testimonios a lo largo de la historia.
Pero sobre manera me interesa más los sueños como fuente de creación, como una forma de creación paralela y inextricablemente al proceso mismo de la creación.
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