Oscilar la lectura entre tres poemarios y un libro de narrativa de dos poetas resulta interesante como lector y curioso como prosista. El alma de la escritura está en la poesía, lo sabemos todos, y justo por ello estos textos nos muestran tal potencial. Poesía y narrativa en potencia, en ocasiones potente. Rueda y Medrano unieron sus voces y, juntas, percibí que el mundo está poblado de imágenes que solo seres de artificio, no artificiales, nos enfrentan al sino de la creación. La lectura, aunque no se quiera creer es creación y por ello todos los que leemos somos creadores, artistas solitarios donde dormita el gen de la instauración de un nuevo orden creativo.
Se me ha dado el privilegio de leer a dos poetas alternativamente: una parte de poemario, un texto después y luego otro poema de una u otra autora. Por supuesto, nunca fusioné ni pretendí unificar las lecturas. Cada autora contiene su universo. Solo quiero decir que me vi obligado como presentador a leer al alimón, como suelo hacerlo en mis lecturas: soy asistemático, disperso y, a mismo tiempo, acucioso, exhaustivo pero siempre evanescente.
Sabemos que el habla es la sustancia del poema pero no es poesía. La narrativa no es sino un subproducto de la poesía y ambas formas, más allá de lo que se ha dado por llamar metaliteratura, conforma el universo de las letras que damos por llamar literatura. Se pregunta Paz ¿Cómo asir la poesía si cada poema se ostenta como algo diferente e irreductible? Imposible descifrar la pregunta misma puesto que nos lleva a un callejón sin salida. Hay en Medrano y Rueda poemas que no necesariamente son poesía y, sin embargo, la poesía se atraviesa, traviesa, en sus poemas.
Pero vayamos por partes, como diría cualquier descuartizador de textos.
En Efecto J4, Emma Rueda nos devela el desgarramiento del alma, la muerte, tan cercana a todos. No puedo dejar de recordar poemas o poemarios como el de Sabines a la muerte de su padre y, más cercanamente, la ausencia del padre difunto del poeta César Rito Salinas. Podría poner más ejemplos pero con estos bastan. La muerte de un ser querido ¿quién no lo ha sentido o padecido? Pero trasladar ese dolor en palabras resulta siempre infructuoso. El obituario de cualquier periódico nos puede dar la pauta.
Ahora bien, encuentro en este poemario de Rueda un lenguaje más cercano a la prosa; advierto, también, que sus construcciones gramaticales resultan a veces oscuras y, en ocasiones, no sustentables. Quiero creer que tal es el efecto que Rueda pretende para sus lectores. La antesala de un hospital es un sufrimiento y la espera de noticias, un infierno. Rueda nos los recuerda con una elocuencia lacónica, intransferible.
En cambio, En el tranvía del verbo, de Isabel Madrano, nos muestra el dolor prosternado y no dejo de pensar en La muerte de Iván Ilich nada más por no dejar de recordar. El poema refiere a alguien al linde de la muerte y su resurrección espiritual, más que física. Un dolor persistente más allá de la fisiología, un dolor del alma; el dolor que todo poeta carga como Sísifo para el bienestar de una Humanidad deshumanizada.
Advierto en el poemario, seccionado y diseccionado, un encuentro presumible con la muerte o su alter ego, la vida como un infierno. Un cadalso que se instala en la ventana de cada hospital.
En Gusarapo de Rueda, su lectura es sorprendente porque no hay hilo conductor. Es una miscelánea de temas y estilo, de formas y soluciones. Hay visos de cuentos y narrativa poética: poemas narrativos. Se encuentra lectura para niños, como en el caso del personaje Coyolli y un cuento perturbador como Los juguetes de Sadó. O bien una parodia de un diario de viajeros para quien quiera ir a Sir Lanka, antes Ceilán. Pero cada texto encierra en sí mismo un mundo donde la desolación es la constante, aún en los más esperanzadores. La vida es un puto infierno.
En Poeta roto, Medrano consusta haikú, aforismo y poesía, toda una aventura poética de la que a veces sale bien librada. Alude a la musicalidad pero no hay música en sus poemas y, no obstante, con sus imágenes los lectores podemos construir una sinfonía. La polifonía de la palabra se convierte en quebranto.
Hubiese querido escribir un texto por autora pero, como dije antes, las leí alternativamente. Hay un rasgo en común en ambas: se refieren a su solar nativo ya Durango, ya Chihuahua. El gran problema que encara todo creador es que sus quereres traicionen su creaciones: es decir, que se conviertan en provicialistas, una forma cursis de enaltecer donde se nació y se desarrolló. Por ello, en cambio, tenemos artistas que, afianzados en sus raíces, han univerzalidado su lugar de origen. Los ejemplos sobran y nada más quiero mencionar Macondo. Otra constante en ambas es que les gusta el chocolate. Yo, la verdad, mezcal. Ojalá que la Casa de la Cultura nos obsequie ambas bebidas. Salud.
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