martes, 31 de mayo de 2011

Carretera

Avanza raudo el vehículo. Es mediodía en la solitaria carretera. Rumbo a Huatulco. Los matorrales a lo largo de la vía se prolongan hasta perderse en la distancia. No hay sembradíos, no hay árboles. Solo chaparrales. A lo lejos, las montañas, verdes unas, otras azules. El cielo azul cobija blancas nubes. Hace calor. El silencio del tripulante y sus acompañantes se hace indispensable para disfrutar el paisaje semiárido. Recta, la carretera, se extiende solitaria. Se pierde hasta los espejismos del pavimento. Dos, tres puentes para que pasen carretas es lo único que distingue a la ancha carretera.
En una ladera, un joven trepa para colocar malla que evite los indeseables derrumbes. Más adelante una maquinaria obstruye el paso, pero en pocos minutos el camino está libre.
En las carreteras de Oaxaca el conductor se topa con nombres impensables: Agua de sol, Agua de luz, Playa Cangrejo, Santa Cruz Bamba, El socavón, Buenos Aires, Los Cansecos, Santa Catarina Minas, El Pochote, Quiavení, Güilá, Corral de piedras... por sólo mencionar algunos.
Son nombres poéticos o, en todo caso es la poética de las carreteras. Hay, claro, nombres comunes o al menos comunes para los oaxaqueños pero que para gente de otra latitud sonarán extraños como nos suenan muchos nombres en Michoacán; nombres que nos parecen trabalenguas de tan impronunciables.
Ver en el camino a un campesino regresar por la tarde, con su machete en mano nos provoca muchas interrogantes: ¿de dónde viene? ¿cómo le fue en el trabajo? ¿qué problemas tuvo? ¿qué guarda en su morral? Contestar esas preguntas nos alienta a escribir una historia. Así nacen los cuentos.
Luego, en el camino, un animal muerto: una iguana, un perro, incluso una lagartija. Nos conmueve y, a un tiempo, nos repugna. Volteamos la mirada a otro lado. Nuestras buenas conciencias reaccionan ante un espectáculo sangriento. Queremos ser asépticos, como pretenden serlo las televisoras norteamericanas. Una guerra limpia, una guerra sin muertos.
Después, en tránsito, no falta el imprudente. Aquel que rebasa en curva, a quien no usas direccionales, en fin que lo tiene que padecer quien maneja en carretera.
Pero a lo que yo me quería referir es a lo siguiente. Cuando uno atisba a lo lejos la entrada de un pueblo: un conjunto de chozas, a veces algunas construcciones de materiales, un templo pequeño, una cancha de basquetbol. Está la infaltable miscelánea. A veces una escuela. Y pare usted de contar. Ahí, en esa comunidad se ven niños jugando en la tierra, algún señor meciéndose en la hamaca, unas mujeres lavando en el río cercano, jóvenes de creciente hermosura que juegan en la cancha, que corren o, que, sentados, se cuchichean entre sí.
Conmueve ver a esos jóvenes de uniformes desvaídos, de esperanzas truncas cuyo futuro es tan previsible como el empleo de sus padres. Claro, alguno emigrará para no volver jamás.
Da tristeza infinita ver a esos jóvenes de rostros inescrutables que ven pasar los automóviles como las oportunidades que les van perdiendo. Como en la vida, aquí no cabe un aventón.

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