Dejó el libro a un lado. Se escuchó un jadeo que más bien parecía un suspiro. Luego bostezó.
–¿Qué lees? –inquirió quien estaba a su lado.
–A un tipo que habla de animales, bichos y alimañas. Se llama Zoografía. No se. El tratamiento es literario, de ningún modo científico. Me recordó un texto de Revueltas que habla sobre el alacrán. Pero me quedé pensando en la cuija…
–Aquí abundan las cuijas. Sabes, ahora que lo mencionas me recuerda una tragedia que le sucedió a mi familia por culpa de las cuijas…
–No me habías contado…
–No. Solo ahora que lo mencionas.
–¿Qué pasó? –preguntó el otro intrigado.
–Sucede que en una ocasión, ya hace cerca de diez años, una cuija cayó en la olla donde se hacía su comida. El caso es que falleció mi hermana, su esposo y mis dos sobrinitos.
–¿Tan venenosa es? –preguntó incrédulo el otro.
–Claro que si –terció otro hombre que se incorporó del camastro sumido en la oscuridad. Algo similar le ocurrió a un primo mío. Él estaba con un par de amigos, platicando. Por alguna razón se levantó y fue cuando cayó la cuija a su café. Por broma o vayan ustedes a saber por qué razón, ambos no dijeron nada. Al otro día cayó sumamente enfermo. Estuvo al borde la muerte. Uno de sus amigos, ya cuando estaba enfermo, contó lo que pasó. Fue un lío de familias en la que estuvo a punto de correr la sangre… uno de los bromistas, si así se le puede llamar, se fue del pueblo con todo y familia, así de grave estuvo el asunto.
–Quién diría que un animal de ese tipo, que se ve frágil e inofensivo pudiera causar tanto mal –comenta el primero, sin dirigirse a ninguno en particular y luego, súbitamente, encaró al tercero que habló.
–Bueno, dejemos a la cuija y cuéntanos de ti. En todo este tiempo no has hablado nada. Es justo que nos cuentes qué pasó contigo y por qué estas aquí.
El aludido resopló. Sabía que tarde o temprano tendría que contar su caso. El destello herrumbroso de los barrotes de la celda parecía de oro a esa hora de la tarde. Inclinó la cabeza, como lo hiciera ante el cura en el confesionario, más por costumbre que por ánimo. Después de todo, tres meses de silencio a cualquiera le pesa.
–Bien, ante todo debo agradecerles a ustedes que nunca me han presionado y les pido disculpas por mi silencio a pesar de que intentaron entablar pláticas conmigo. Pues miren, yo soy de San José del Pacífico, entre Miahuatlán y Pochutla, quizás conozcan…
–Sí, claro –respondieron al unísono sus interlocutores que por fin escuchan la voz de un hombre enjuto, encanecido prematuramente, aunque eso no lo sabían.
–Bien, bien. En una ocasión ya hace como 20 años hubo una epidemia de tifo en el pueblo que mató como a 60 personas. Llegó una brigada médica en la que iba una doctora, joven, linda a no más poder. Nos conocimos y nos enamoramos. Sí, puede que no crean en eso que llama amor a primera vista pero les juro por Dios que así fue. Ella blanca, yo moreno. Claro, si me ven ahora pensarán que estoy mintiendo porque me ven como ahora soy y no como era antes. Tampoco les diré que era un tipo apuesto. No se que me vio ella.
El piso de la celda, caliente y polvoriento, levantaba un sopor que hacía sudar a los tres hombres. Un desacompasado respirar frenético se escuchó cuando el tercer hombre hizo una pausa para tomar aire y continuar su charla.
–Después de los estudios, de ponernos vacunas a todos, de que todo estuviera controlado, la brigada se fue. Ella, la doctora Helena y yo pusimos de acuerdo para vernos aquí en Oaxaca. Antes, tenía que hablar con sus padres y contarle lo nuestro. Así que quedó en enviarme cartas para que me viniera aquí a Oaxaca.
Los ojos del hombre, que alguna vez había sido robusto y de talante alegre, se anegaron. Con el dedo índice de su mano izquierda detuvo el flujo de sus lágrimas. La voz, antes segura, se quebró.
–Pasaron días, semanas, meses sin que me llegara la dichosa carta. Iba al correo a preguntar y la respuesta era la misma. No hay carta para ti, me decía el administrador. Después de un tiempo caí en cuenta que todo había sido una mentira, una locura mía. Tardé muchos años en resignarme a la desilusión y me tiré a la bebida. Nunca me casé y maldecía a la doctora que en mala hora había llegado al pueblo.
–¿Y es por eso que estás aquí? –preguntó intrigado uno de sus interlocutores.
–No, claro que no…
–Déjalo que termine –recriminó el otro.
–Gracias. Bueno, como les decía, yo ya estaba resignado pero también dolido por la mala acción de la doctora. El caso es que hace tres meses y días, me metí a una cantina y me senté en una mesa. Al lado esta un grupo de señores y reconocí al que fuera administrador de correos del pueblo. No me reconoció y lo agradecí. No quería que vieran hasta dónde había acabado. Entonces uno de ellos que le pregunta al jefe de correos porqué llevaba esa camisa tan descolorida y contestó:
–Es una vieja historia pero vale la pena que se las cuente. Hace tiempo, cuando era administrador de correos en un pueblo llegó una doctora hermosísima. Todos los de ahí, o sea la gente de bien, el profesor, el médico, la gente de dinero la pretendió; obvio, también yo. Pero ella tuvo nomás ojos para un indio pata rajada. Luego de que se fue llegó un paquete a nombre de ese pelafustán. El paquete llevaba esta camisa y un pantalón, dinero y una carta donde decía que viniera a Oaxaca para reunirse con ella. ¿Cómo iba a permitir tal cosa? La doctora no merecía un destino con un indio.
El hombre carraspeó.
–Imagínense lo que sentí cuando contaba eso. Sentí que miles de pequeños cuchillos se clavaban en mi corazón. Imagínense mi reacción. Por eso estoy aquí.
Oscurecía. Las cuijas empezaron a silbar. Los hombres se concentraron en esas voces, tratando de descifrar el código con el que se comunicaban.
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