Las disposiciones municipales, tendientes siempre a obtener del ciudadano recursos para rendir culto a la personalidad del gobernante en turno, sofocan la convivencia social en vez de armonizar la vida comunitaria. Baste solo recorrer el centro histórico para ver el creciente comercio informal invadiendo aceras y el arroyo vehicular...
Debido a la tortuosa tramitología y los impuestos que implica abrir un nuevo establecimiento (sin contar con el permiso respectivo) la gente prefiere trabajar en la clandestinidad, por ello y no por otra cosa algunas tiendas expenden bebidas embriagantes detrás del mostrador, en la trastienda.
Algunas son conocidas por las mismas autoridades municipales y son frecuentemente concurridas por personas de estratos socioeconómicos diversos. Las hay pequeñas, pero en ocasiones la trastienda es más grande que la tienda misma.
De ahí que se diga que una tienda u otra negociación es solo la fachada para otro giro comercial: una cantina disfrazada de tienda, se escucha decir.
Los mexicanos tenemos la atávica propensión a la clandestinidad, que en cierta forma es una defensa ante las autoridades, siempre dispuestas a incarle el diente al ciudadano. Por supuesto que la clandestinidad tiene variaciones perversas: corrupción, piratería, por solo citar las más visibles y más devastadoras.
De esta manera, los propietarios de las tiendas de la esquina abren la puerta trasera y habilitan el patio como centro de reunión para quienes así lo deseen. En poco tiempo la voz se corre y el lugar pronto se convierte en referencial en el barrio, en la colonia.
No es difícil convertir un patio en una cantina, todo es cuestión de ingenio y buena intuición para el aprovechamiento del espacio. Tocones, cajas de refresco, piedras son excelentes para improvisar sillas y mesas.
Pero ¿Por qué sufrir incomodidades habiendo cantinas? La respuesta es más que obvia: por los precios. Por supuesto que el parroquiano no tiene derecho a botana a no ser que la compre en la tienda o bien, la lleve con permiso expreso del dueño o propietaria.
La existencia de una trastienda implica que vecinos inicien una serie de rumores y protestas; por ello el propietario cuida mucho que los parroquianos no hagan desmanes dentro y fuera de la miscelánea.
Hay, también, trastienda sin tienda: cantinas clandestinas que gozan de la preferencia del barrio y su fama llega aún más lejos; de hecho algún regidor, un funcionario municipal sabe de su existencia pero mantiene el secreto. Secreto a voces porque solo los que no acostumbran beber desconocen su paradero.
Tras el mostrador la vigilante mirada del propietario mantiene a los contertulios en calma. Como en toda cantina, pero más en éstas de arrabal, personas que nunca habían intercambiado palabra, empiezan a forjar una amistad que en poco tiempo se convertirá en duradera.
Tales cantinas, aunque usted no lo crea y las autoridades municipales mantengan cerrados los ojos, son mucho más de lo que pudiera pensarse. Y sin embargo, son necesarias.
utorrentera@hotmail.com
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