Lo rutinario siempre resulta inédito en un centro nocturno. Lo mismo: mujeres, lancería, música, coreografía e incluso parroquianos y, sin embargo, siempre, noche tras noche, resulta diverso, diríase que inexplorado.
En eso consiste, precisamente, el encanto.
Por eso quien va por vez primera a un putero los ha visto todos: un putero es un putero es un putero. Puede revestirse, transformarse, adecuarse... pero desde los registros clásicos de Pompeya a la actualidad (que median más de dos mil años) el lugar es único y diverso; la unicidad la conforman el lugar, las mujeres, el alcohol; la diversidad, la forma: rutinas, decoración, innovaciones y con éstas me refiero al tubo, la pasarela y lo que el amable lector seguramente habrá descubierto en estos refugios de sedientos noctámbulos.
¿Por qué, entonces, resulta siempre atractivo, atrayente e inédito? ¿Es acaso la imposibilidad de conquista o, por el contrario, el complemento de esa insaciabilidad connatural del hombre? ¿Es, por ventura, un ejercicio lúdico de sexualidad? Por supuesto que podemos seguir ad infinitum con una serie de preguntas de esta índole que, lejos de esclarecer, enturbian o conturban.
Sartori ha definido al hombre contemporáneo como el homo videns y no está desencaminado el pensador italiano. Jay-Gould menciona que el género homo, pero en general los homínidos, son seres visuales. La sexualidad, ante todo, entra por la vista, y las mujeres, en poses, en rutinas, desnudas, exudan sensualidad que registra el ojo humano. De la vista nace el deseo. El deseo es el basamento del amor.
Todo putero que se precie de serlo requiere de una pista de baile y ¿qué es baile? no es sino el preámbulo al roce y crepitación de cuerpos. Es el rito iniciático de la sexualidad. Hoy, en el antro (y no lo que se conoció con tal término hasta hace quizás 15 años, pero de ello habrá de hablarse más adelante) la juventud se desenfrena como lo hicieron sus padres en la discoteca, como sus abuelos en el cabaret, como sus bisabuelos en la casa de citas...
Mujeres, alcohol y música es la combinación indispensable para el desenfreno, pero el desenfreno no es sino una forma (algo cara, desde luego) para desestresarse, para salir de la cotidianidad. Así, se sale de la rutina para entrar a otra, la de la rutina de las chicas siempre exquisitas, siempre jóvenes, (y casi) nunca virginales.
El table dance permite limpiar conciencias, de ahí su triunfo en las sociedades modernas.
Ahí las pupilas ya no son pupilas porque ya no hay madrotas ni padrotes, sino profesionales de la contorsión y de algunos pasos rítmicos que sustituyen al streap-tease o, mejor dicho, lo reinventan de una manera más efectivista y cercana al cliente. Las estrellas cabareteras han sido desplazadas para multiplicarse en cientos.
Si el streap-tease fue el escándalo de los 60 –situémoslo como fenómeno extendido, no como su irrupción que goza de una más amplia antigüedad– el table dance personaliza el servicio.
Ir al privado es la suplantación de hacer el amor. En tiempos del sida, el roce y frotamiento sustituye la penetración. El cunnilinguis y el fellatio pudiera ser lo más atrevido que se pudiera hacer en el lapso de una melodía, que es lo que dura el privado.
La bailarina no sale con los clientes. Sólo se ofrece para ser vista y tocada en el privado, en lo privado.
La encueratriz de ahora, es decir la taibolera, ya no es puta, sino una estudiante que hace ese trabajo para costearse sus estudios.
Porque si quieres ir a coger (y disculpen las buenas conciencias, pero “hacer el amor” es un galicismo –y acaso por transplante se convirtió en anglicismo: “make love”–, desde luego pude utilizar los siguientes términos: follar, yacer, fornicar, etcétera) a un table dance estás equivocado de medio en medio. Si acaso, negociar, para salir después acompañado.
Las taiboleras no necesariamente son putas, en todo caso son las prostitutas decentes a la que se refería Sartre. Los table dance son doblemente “lavadores” de conciencia: ni los parroquianos son putañeros, ni las taiboleras son putas. Quien asiste a esos lugares sabe que ha pecado con la vista, acaso con el tacto, pero siempre su consciencia se mantendrá impoluta. Hoy, ser taibolera es una profesión como cualquier otra, no la más antigua.
Su inmediato antecesor es el cabaret, aquel lugar que las nuevas generaciones desconocen pero cuya iconografía fílmica es de tan todos conocida. Me refiero, claro está, a las películas de los 40 y 50 con el imprescindible Tin Tán o el de la estulticia delirante, Juan Orol, por sólo mencionar, a mi parecer, los más representativos. Cómo olvidar a las rumberas. No, nada que ver con las películas de los 70, la interminable y detestable saga de Las Ficheras. Pero aún en esas películas se mostraba el mórbido mundo de la época. Compárese el mobiliario, los adornos, la decoración y se verá que lo que no cambia es el vestuario de las mujeres: siempre muestran piernas y exhiben turgentes senos.
Bueno, decía, en el cabaret lo importante era el espectáculo: ver rumberas acompañadas de orquestas y de ahí al hotel. Digamos que el cabaret era hasta incluso familiar, me refiero a que era espacio de pareja, no había connotaciones de otra índole. Los puteros, por supuesto, tenían su espacio y, acaso, preeminencia. Me viene a la memoria el espacio de La bandida.
Los table dance son la prolongación modernizada de los cabaret, pero ahora sin esa parafernalia farandulesca. La desacralización de la desacralización: la frivolidad más frívola. O dicho en otras palabras: el cabaret se putiza o el putero se cabaretiza. Más aún: el putero se adecenta.
A mi parecer lo más importante del table dance es el tubo, no sólo por el funambulismo vertical que practican las acróbatas mórbidas, sino porque representa el axis mundi, el eje que sostiene ese mundo trasnochador, es el eje que sostiene ese mundo que trasforma al noctívago en un ser excepcional o al menos eso cree.
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