La mano trémula avanza ávida y, con delicadeza, ase la copa que, como un barco en medio de un vendaval, se sacude esparciendo ron sobre la desgastada madera de la barra de la cantina que a esas tempranas horas está sumida en una penumbra en la que se adivinan rostros enmohecidos por el salitre y el tabaco rancio.
El carraspeo al otro lado de la barra y una sombra que se desliza lenta capta la mirada de quien con las dos manos toma la copa para evitar que el precioso líquido se desperdicie. Una vez sorbido el primer trago, el torpor de las manos mengua. Acodado sobre la barra, el hombre levanta la vista, como agradeciendo a las divinidades marinas que el espíritu vuelva a su cuerpo.
-Y está por salir o recién llegó –inquiere el cantinero mientras limpia vasos y copas con un trapo ennegrecido.
-Estoy por salir pero no se cuándo ni en qué navio. En eso estoy. Deme otro ron –contesta con voz desfalleciente.
-El caso es que el mal tiempo no permitirá salir a ningún barco.. por lo menos en estos días –interviene el hombre al otro lado de la barra cuyo rostro se mantiene oculto por la espesa penumbra del lugar, al que empiezan a llegar otros parroquianos que se sientan en mesas distantes.
Esa voz le atrae recuerdos que se agolpan y no encuentran acomodo en la confusión en que está sumida su mente. Definitivamente recuerda la voz o quizas el tono de la voz pero no atina a ubicarla en un lugar o en un compartimiento de su memoria que día a día considera laxa, decreciente.
El cantinero ha servido el otro ron que ahora la mano, firme, levanta con precisión para consumirlo de un trago.
-Así que va a partir… supongo que tendrá poco tiempo en el puerto –vuelve a intervenir la voz sin rostro desde la espesura de las sombras.
-Claro… tan pronto como el clima mejore, si es que mejora –responde mientras en su memoria urga tratando de identificar la voz, esa voz que le trae sensaciones contradictorias.
-¿Algún destino en específico? ¿O…? –pregunta el hombre del otro lado de la barra- Otra copa, cantinero.
-Lo que quiero es salir de este maldito lugar –responde el hombre cuyo aplomo se ha asentado después de los primeros tragos, no así su mente que desordenada trata de hallar un recuerdo que lo una a la voz.
-Estaría bien que abririera la ventana –dice al cantinero esperando que con más luz pueda ver la figura de su interlocutor para recordarlo.
-Si usted quiere mojarse hasta el túetano está bien, pero hágalo afuera, está soplando mucho aire y sigue lloviendo –responde el aludido con manifiesto mal humor.
-Solo era una sugerencia… aquí la cosa está asfixiante –responde mientras termina el resto de su trago y con un ademán solicita otro.
-Es extraño que no se halla dado cuenta del clima que impera allá afuera –dice el hombre de la voz que levanta los brazos –o así parece desde la oscuridad-, porque como dije, no es de ahora, sino desde hace días.
-El clima siempre cambia. De un día para otro de pronto las cosas ya no son como antes –responde el hombre que sorbe lentamente su ron.
-Vaya tormenta que se ha desatado y en días no se ha visto el sol… no creo que de un día para otro el clima mejore –responde el cantinero que sigue limpiando con el trapo sucio enseres de la cocina.
-Bueno hay que reconocer que algún día el clima mejore –concede el hombre de la voz, más por conciliar que por admitirlo.
Un hombre entra empapado y al abrir la puerta de la cantina deja pasar un haz de luz que se fija, por un instante, en el rostro del hombre de la voz. Sus facciones están resguardadas bajo una tupida barba y mechones largos encanecidos. Solo entrevió los ojos cuyo destello le pareció siniestro.
-Maldita lluvia, nos tiene atrapados en esta pocilga de puerto –exclama airado el hombre que recién entró, mientras se quita el impermiable y el sombrero que coloca en un perchero junto a la puerta. Es el patrón de un buque camaronero.
-Si esto sigue así –continua su soliloquio-, llegará la veda y nosotros no conseguiremos ni camarones para una ensalada. Maldito temporal.
-Qué va a tomar, señor –pregunta solícito el cantinero.
-Una cerveza, una maldita caguama –responde mientras se acomoda en la barra entre los dos hombres. Tu, Chávez, ¿dónde te has metido todo este tiempo? Hay que hacer algunos arreglos para no demorar la partida cuando tengamos que salir –le impreca al hombre oculto por las sombras pero que ha reconocido el viejo marino.
-Pero con este tiempo, señor, ¿qué caso tiene? –responde eludiendo responsabilidades.
-Ja. Ahora la tripulación se siente capaz de mandarme, nada mas eso me faltaba –dice dirigiendose al otro hombre que de pronto recuerda dónde conoció a Chávez. Solo lo conocía por la voz, nunca vió antes su rostro. Pide otro trago y la cuenta. Ahora no escucha nada a su alrededor, solo se impone el recuerdo de la voz. Escucha lejano un parloteo y risas, el entrechocar de botellas y la voz que afina sus recuerdos y hiere su conciencia.
Termina su ron de un trago, paga la cuenta, lleva su mano a la cintura donde guarda un cuchillo y se dirige impasible hacia el hombre de la voz. Certero, clava tres veces el metal en el abdomén del hombre que cae de bruces a un lado de la barra. Luego, como si nada hubiera ocurido, se dirige a la puerta y sale sin cubrirse de la lluvia. Dentro de la cantina, los hombres descubren que su compañero está muerto. Alguno sale para ver a dónde se ha dirigido el asesino pero la bruma lo ha perdido.
Consternados, los hombres se preguntan la razón por la que fue ejecutado. Lo que nunca sabrán es que Chávez disfrutaba de la mujer del hombre mientras éste se ocultaba detrás de una puerta, espiándo, sin atreverse a entrar para reclamar, para pelear por su mujer. Solo ahora que la mujer lo ha abandonado, el hombre se dio valor para acabar con los hombres que se acostaban con su mujer. Chávez es el quinto hombre que ejecuta. La lista es larga.
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