El chocar de metales inunda la mañana. El trino de la parvada, el pregón del vendedor de quincalla, el viento entre el ramaje quedan ligeramente apagados. El entrechocar del cuchillo y el afilador de pronto marca un ritmo cadencioso en medio del azulenco paisaje de la sierra que se destaca en lontananza. Ric rac, ric rac...
Ahora es el ululante gañido del chivo el que opaca los demás sonidos. El hombre abre en canal al chivo que preparará en barbacoa. Cuando pasa el filoso instrumento en el cuello del animal, los frenéticos movimientos se incrementan y el chillido agónico se prologa unos instantes antes de quedar todo en silencio. Después de unos instantes, por el altavoz del pueblo, el tendero dedica canciones:
–De parte de eme ele para la agraciada señorita Juventina la siguiente pieza.
Empieza una melodía ranchera de amores trágicos y desamores felices. La canción se escucha en todo el pueblo y todos en el pueblo conjeturan quién dedicó la pieza a Juventina.
Desollar el chivo es una tarea de precisión que Abel acomete con movimientos rápidos y hábiles. El trabajo lo hace mecánicamente, prestando atención a su entorno.
–Ya te he dicho que limpies bien esa olla –se dirige a su hija menor.
–Chingada madre dame la piedra de afilar –vocifera a su hijo mayor.
–Con una chingada ¿quién me va a traer la palangana?
Ofelia mira de reojo a su marido quitar la piel del chivo. Sabe que hoy comerán carne, poca porque no se pueden quedar con mucha. Los clientes lo advertirían. Echa tortillas entusiasmada. Tararea la canción del altavoz.
Las gallinas se acercan para picotear los pellejos y la sangre derramada alrededor de Abel. Tuerto, el perro, mira extasiado y a prudente distancia los movimientos de su amo. No se acerca porque sabe que podría perder el otro ojo. Alguna vez se llamó Manchas, pero ahora responde al nombre de Tuerto. El vacío ocular lo hace parecer avieso.
Con todo cuidado Abel prosigue su faena, mas fija su atención en lo que vendrá después. No deja de pensar, en lo sucedido dos días antes. Siente pesar y angustia por lo que pueda pasar. Pero hasta ahora nada se ha sabido. Espera que en cualquier momento llegue la noticia.
No bien termina de prender fuego al horno, colocar el chivo en una tina y su sangre en una olla y tapar bien el hueco en la tierra, cuando dos camionetas negras repletas de judiciales llegan al frente de su casa, rechinando las llantas y levantando polvareda. Bajan con pistolas y metralletas apuntándole.
No hay sorpresa, sino asombro por el operativo. Abel aún tiene el cuchillo en la mano cuando el comandante le grita: “Baja ese cuchillo o aquí mismo te quebramos hijo de la chingada”. Abel suelta la daga. Curiosos, los vecinos se acercan cautelosos para ver pero son retirados con gritos por los judiciales.
El lento tañir de la campana acompaña la conmoción de la comunidad.
En la rejilla, el agente del Ministerio Público lee:
El indiciado señala que la noche en que ocurrieron los hechos, él y Juan Martínez, su compadre, libaban en la tienda de denominación social La zapoteca. Después de las 20:30 horas se retiraron del lugar para dirigirse a sus respectivos domicilios ubicados en la intersección de la comunidad de Tilmago. Según el indiciado, la riña empezó después de que el finado lo insultó y comenzó a golpearlo. Sin embargo el ahora detenido no especifica las razones y el motivo por el que quitó la vida a Juan Martínez, oriundo de la comunidad mencionada. Como testigo se presentó el ciudadano Esteban Salinas, propietario de la multicitada negociación donde libaba el ahora detenido y el hoy occiso quien manifestó a este representante social que efectivamente al filo de la hora antes dicha los dos individuos se retiraron después de haber consumido litro y medio de mezcal y que los acompañaron unos momentos Narciso Estrada y Jacinto Gándara quienes sólo tomaron dos o tres tragos de mezcal. De acuerdo a su versión, el motivo de la discusión se debió a la posesión de una yunta pero sin saber responder exactamente de qué trataba el problema o por qué se originó.
Abel, la cabeza gacha, asiente a lo que el funcionario judicial lee. Las manos crispadas sobre el borde de la mesa de madera donde se apoya se amoratan.
El agente del Ministerio Público se retira para continuar con otras diligencias. En la sala de audiencias sólo queda la secretaria, una mujer rechoncha de mediana edad y gafas gruesas y el guardia que espera la orden para llevarlo directamente a la penitenciaria.
–A ver dígame señor y esto no es para la Averiguación Previa... ¿cómo es que lo mató? ¿Por qué no me dice lo que ocurrió en verdad?
Abel la mira con sus ojillos negros, entrecerrados.
–Usted no parece una persona mala, cuénteme.
–Usted no sabe –le responde con una voz apenas audible.
–¿Fue con el cuchillo que llevaba cuando lo detuvieron, verdad?
–Sí, con ese.
–¿Pero por qué lo hizo?
–Mira señorita, eso de plano no voy a responder. Eso fue cosas de hombres. Dios sabe lo que ocurrió. Abel recuerda vívidamente el momento en que con diestra mano y siniestra intención quitara la vida a su compadre. Mas no se arrepiente.
–¿Lo hizo premeditadamente?
–¿Cómo?
–Quiero decir que si había pensado matarlo desde antes –explica un tanto nerviosa la secretaria quien ya se ha ganado la confianza del reo. El ventilador del techo rechina de vez en vez, rítmicamente.
–No ¿cómo cree? –responde secamente, como sorprendido.
–Pero si fue con el cuchillo ¿no?
–Sí, con ese que tiene a su lado.
Es un arma larga, de empuñadura de cuerno de toro y acero templado. La hoja se hizo con el riel de una vía de ferrocarril. En realidad primero se hizo para un machete, pero su padre lo dividió en tres para cada uno de sus hijos. El mango lo hizo él mismo con el primer toro que le tocó sacrificar asistido de su padre. Es un arma larga y bella. Cautiva a quien la mira.
La secretaria toma el cuchillo. Se estremece al tenerlo en sus manos. Lee en la empuñadura: Tilmango 1937. La caligrafía es tosca y desigual; los trazos bruscos y la hendidura profunda. ¿Cuánto sudor, mugre, tierra y sangre no se esconde en las grietas que forman las palabras? Se pregunta la secretaria mientras observa detenidamente la fascinante arma.
–Desde que lo tengo nunca lo he soltado. Nunca lo dejé en ningún lugar –explica pausadamente.
La secretaria piensa cómo es posible que un hombre tan menudo pudiera cargar un cuchillo de esas dimensiones. El tamaño del hombre y la del arma son desproporcionados. Simplemente no se imagina al hombre que tiene frente a ella portando un cuchillo de tal tamaño: ¿Pues dónde se lo mete? Piensa sobresaltada y se ruboriza.
La mujer devuelve el cuchillo a la bolsa de plástico y lo mete en un cajón del escritorio del agente del Ministerio Público.
–Entonces con este fue –dice la secretaria al hombre que será condenado por homicidio.
–Con ese mismo.
Está por anochecer. La tenue luz de la tarde empieza a menguar. Con menos luz el silencio pareciera cristalizarse, como un vidrio traslúcido.
–Lo hice cuando tenía 13 años –continua mientras se ve las rugosas y encalladas manos.
El viento del ventilador mueve papeles y hace más soportable el sofocante lugar..
–Si las cosas hablaran este cuchillo tendría muchas historias que contar –dice la mujer.
Por vez primera el hombre sonríe. Es una sonrisa a un tiempo melancólica y de asentimiento. Parece más bien un gesto. De cualquier manera es una sonrisa en la que no se adivinan los sentimientos del hombre.
–Si hablara... –dice para sí mismo– si hablara...
–Cuénteme algo, hombre –le apura la mujer ya sin mucha convicción.
–Nomás le diré esto: el sábado estuve tomando con mi compadre, luego pasó lo que tenía que pasar. Nomás fueron siete cuchilladas. Al otro día fui al cumpleaños de mi sobrino, Edmundo, cumplía seis años. Ya estaban por partir el pastel pero no tenía cuchillo. Presté mi cuchillo.
–¿Usó el mismo? –pregunta horrorizada la mujer señalando el cajón cerrado donde recientemente había guardado el arma.
–Con ese mismo, señorita.
Un silencio prolongado. El rostro agestado de la mujer parece formar un rictus.
–No sabe, señorita, los usos que puede tener un cuchillo.
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