El término “capital” no se refiere
a la magnitud del pecado sino a
que da origen a muchos otros pecados.
Tomás de Aquino.
A los pecados capitales –denominados así por ser “cabeza” (capit, en latín) o principio de los demás pecados– y que son origen de lo moralmente reprobable de acuerdo con el cristianismo, se oponen las virtudes cardinales que impelen a lo correcto, como veremos después. Saligia es la sigla popular en la Edad Media que correspondía a las iniciales de superbia, avaritia, luxuria, invidia, gula, ira, acedia.
Fue en la Edad Media cuando se llegaron a codificar los siete pecados capitales o mortales, en una etapa turbulenta donde empezaron a cuestionarse los dogmas –y que en última instancia llevó al cisma con la Reforma-, de la expansión del Islam y la búsqueda permanente de nuevas rutas comerciales. El castigo y el reato de estos pecados pretendían frenar las nacientes herejías, como el nicolaísmo, nestorismo o bien la simonía, aun cuando la en la Iglesia los pecados eran mayores: compra de cargos eclesiásticos, venta de bulas, financiamiento para cruzadas… por solo citar algunos ejemplos.
Los siete pecados no siempre fueron siete ni los mismos. Los teólogos y los padres de la Iglesia se nutrieron ampliamente del clasicismo griego y latino y lo incorporaron a sus tesis. Para no extenderme diré que el filósofo griego Zenón enumera ocho pecados: en dos grupos de cuatro; el latino Cicerón hace lo propio; Orígenes, Padre de la Iglesia señala siete, tantos como los pueblos que enfrentó Israel en su conquista de Canaan.
El eremita Evagrio Póntico enumera ocho pecados y los coloca en orden según el grado de peligro: gula, impureza, avaricia, melancolía, ira, pereza, vanagloria, orgullo, lo mismo hace Casiano de Marsella aunque en otro orden pero la gula sigue siendo el primer pecado. Es Gregorio Magno quien fija definitivamente el número siete. Agustín coloca como primer pecado a la soberbia, agrega la envidia y junta melancolía y pereza. Tomás de Aquino asegura que la soberbia y la avaricia son los principales pecados, de donde se derivan el resto, aunque deja intacto el número siete. Posterior y eventualmente se llegan a mencionar ocho pecados, confundiendo orgullo y vanagloria o bien acedia con tristeza, sustituyendo, finalmente, la primera por la segunda. El canonista y obispo Henricus Ostiénsis, escribe en 1271: Dat septem vicia / Dictio saligia.
Para Tomás de Aquino, hay otros dos pecados: El temor y la esperanza, pues “son pasiones de la irascible. Mas todas las pasiones de la irascible nacen de las pasiones de la concupiscible, las cuales también se ordenan de algún modo a la delectación y a la tristeza. Y por eso entre los pecados capitales se enumeran principalmente la delectación y la tristeza como pasiones principalísimas”.
Asimismo, Aquino señala que son en realidad cuatro los pecados capitales, que corresponden a las cuatro virtudes. Así argumenta el teólogo por antonomasia:
“En primer lugar hay un bien del alma que ya por su sola aprehensión es apetecible, a saber, la excelencia de la alabanza o del honor; y tal bien lo busca desordenadamente la vanagloria. Otro bien es el del cuerpo; y éste o pertenece a la conservación del individuo, como la comida y la bebida, y este bien lo busca desordenadamente la gula; o a la conservación de la especie, como el coito: y a esto se ordena la lujuria. El tercer bien es más exterior, a saber, las riquezas: a éste se ordena la avaricia. Y estos cuatro vicios mismos rehuyen desordenadamente las cosas contrarias”.
Con otra argumentación tomista Aquino se refiere al resto de los pecados capitales que aún cuando son origen y principio de otros vicios y pecados, no lo son al extremo de merecer muerte capital, como podría suponerse por el nombre dado a estos pecados. El castigo, desde luego estará en el otro mundo después de la muerte, ya en el Purgatorio donde se purifican las almas o en el Infierno a la espera del Juicio Final.
Contra los pecados capitales es necesario alcanzar determinadas integridades, en principio las virtudes cardinales, que son: Prudencia, justicia, templanza y fortaleza. En la Edad Media, los Padres de la Iglesia se afanaron en conciliar los dogmas bíblicos y los razonamientos de la filosofía griega, fundamentalmente aristotélicos –puestos en circulación por los árabes después de que por siglos permanecieron ocultos por los occidentales. Así, de la teoría platónica se toman tres de estas virtudes, asociadas a cada una de las partes con que divide el alma. Así, a la virtud de lo racional (soberbia) corresponde la prudencia; la de lo irascible (ira) a la fortaleza y la de lo concupiscible (lujuria) a la templanza o moderación. La cuarta, que es la virtud más importante de todas, la justicia, nace cuando cada parte del alma cumple su cometido convirtiéndose así en virtud rectora que cohesiona a las restantes.
Para los estoicos la prudencia o sabiduría, la fortaleza, la templanza y la justicia, son las cuatro virtudes cardinales. El hombre que posee con perfección estas cuatro virtudes, nada tiene que pedir ni envidiar a la Divinidad; se hace igual a Dios, del cual sólo se diferencia en la duración mayor o menor de su existencia: bonus ipse tempore tantum a Deo differt.
Si se hurga más podemos remitirnos a De officiis de Cicerón, a Meditaciones de Marco Aurelio, pienso en los filósofos estoicos griegos terminando con los romanos, con Séneca a la cabeza. El cristianismo añadió a estas virtudes, las cardinales, las llamadas Virtudes teologales: Fe, esperanza y caridad. En la teología católica, éstas son hábitos que Dios infunde en la inteligencia y en la voluntad para ordenar las acciones del hombre. En total, son siete las virtudes que hay que seguir para alcanzar el cielo y contrarrestar los pecados capitales. Podríamos seguir con el tema con las virtudes infusas y las adquiridas pero ello sería entrar a esa ardua tarea que es la teología.
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