lunes, 16 de mayo de 2011

Siete pecados II/III

El hombre, en su orgullo, creó a
Dios a su imagen y semejanza.
Friedrich Nietzsche

A veces pienso que Dios, creando al
hombre, sobreestimó un poco su habilidad.
Oscar Wilde

La acidia es la debilidad del alma que
irrumpe cuando no se vive según la naturaleza
ni se enfrenta noblemente la tentación
Evagrio Póntico

En la anterior entrega describimos someramente la historia de los siete pecados capitales, así como las virtudes, cardinales y teologales, que los contrarrestan. Iniciemos una breve revisión de estos pecados, no en el orden que dieron los medievales a superbia, avaritia, luxuria, invidia, gula, ira, acedia creando la sigla Saligia sino en otro orden, algo más bien personal y por tanto arbitrario.
La lista la encabeza la soberbia, el principal de los pecados capitales, de acuerdo a la mayoría de los revisionistas sobre el tema. Fue por esta falta, según la teología cristiana, que el hombre fue expulsado del jardín del Edén y de ahí su condenación eterna. Según Tomás de Aquino, la soberbia es “un apetito desordenado de la propia excelencia”. De la soberbia se desprenden otras faltas menores: Altanería, ambición, fatuocidad (no existe el término pero me entienden), hipocresía, jactancia, presunción, pertinencia y vanagloria. Contra la soberbia únicamente la humildad es remedio eficaz.
En otro tiempo los canonistas denominaron a este pecado vanagloria y aún kenodoxía , que deriva de kenós “vacío, vano” y dóxa, “opinión” y que no es otra cosa que una imagen de sí que se proyecta a los demás en base a valores inexistentes o insignificantes por su trivialidad.
Otro término utilizado por los medievales para designar a este pecado fue hyperephanía proviene del superlativo hypér y phaíno, “lo que aparece”: aquello que aparece como más de lo que es, arrogancia, altanería.
En la Divina Comedia, Dante coloca en la primera terraza del Purgatorio, donde se purga la soberbia, al músico italiano Casella y a Catón, político romano (es interesante: denostando a sus contemporáneos Dante los perpetua) y en el tercer círculo del Infierno, a Filippo Argenti, un ciudadano de Florencia.
Coloco, un tanto arbitrariamente a algunos de los personajes dantescos puesto que el poeta no los distribuye según los pecados capitales porque éste, evidentemente, no era su intención. Su propósito era otro pero no viene al caso abundar al respecto. Para Dante hay niveles entre los pecados y algunos resultan terribles, otros soportables en el Purgatorio, que es el camino más difícil para llegar al cielo.
La acidia es el más inasible de los pecados capitales pues resulta difícil determinar hasta qué punto y en qué grado se llega a esa falta que podría definirse como la imposibilidad de quien la padece de aceptar y hacerse cargo de su existencia en cuanto tal. Al mismo tiempo es el pecado que más problemas causa en su denominación, pues la simple holgazanería, la molicie, la desidia o el ocio, en sí mismas no constituyen una falta, mucho menos un pecado. Por ello algunos teólogos prefieren el término acidia, pues el concepto es más amplio. Antes de que finalmente se constituyera como pecado se le denominó pereza, melancolía y tristeza.
Considerando el sentido propio es una tristeza o angustia de ánimo que desliga de obligaciones ya espirituales ya mundanas. Ahora bien, tomada en sentido canónigo es pecado en tanto se opone a la caridad a sí mismo, al prójimo y, en primer lugar, a dios. Por tanto, si deliberada y concientemente sentimos abulia, que no es otra cosa que entristecerse y sentir apatía por la cosas a las que se está obligado, se cae en falta. Emparentado con la acidia es la melancolía, que también conturba el alma y es gemela del aburrimiento pues en sentido lato este término, ab horreo, significa horror al vacío –no confundir con el término arquitectónico horror vacui, aunque si se le mira con detenimiento viene a ser lo mismo: una pared sin adornos aburre.
Tomás de Aquino describe la acidia como cierta tristeza que apesadumbra, “una tristeza que de tal manera deprime el ánimo del hombre, que nada de lo que hace le agrada, igual que se vuelven frías las cosas por la acción corrosiva del ácido. Por eso la acidia implica cierto hastío para obrar”.
Hoy sabemos que un desorden mental, la depresión, conduce a este desánimo –sin ánima, otro buen término para este inaprensible pecado-, lo mismo que alguna enfermedad terminal o estar condenado al patíbulo, lo que ahora resulta un tanto difícil pero no tanto si se vive en los Estados Unidos de Norteamérica. Quizás halla almas atormentadas, como lo fueron los románticos, que en vez de afrontar los pesares y los pequeños y escasos pero deslumbrantes momentos de felicidad, opten por dejar a un lado la indolencia –otro término igualmente preciso para este pecado- y dispararse un tiro en la sien y engrosar una cifra más en esta creciente estadística de suicidios.
En la Divina Comedia, Dante coloca a Celestino V, contemporáneo del autor, en el Infierno junto a los inútiles o neutrales que se encuentran entre la puerta y el vestíbulo. Otro a quien alude es a Murrone a quien también acusa de timorato. Otro personaje es Giacomo Sant’Andrea, quien se supone se suicidó después de malgastar su fortuna en caprichos inanes, como arrojar un montón de monedas de oro al río, solo porque estaba aburrido.

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