sábado, 28 de mayo de 2011

Aire

Acaso fue la predestinación, pero nunca la casualidad, que las puertas de un bar atestiguaran nuestro encuentro. Lo natural fue que traspusiéramos el umbral dejando tras de nosotros las puertas abatibles en movimiento.
El cantinero nos sonrió cuando nos vio. A las 10 de la mañana éramos sus primeros clientes. Es posible que para algunos empezar a tomar a esa hora resulte inquietante o perturbador. A Darío no le importaba.
Después de mucho de no vernos me enteré de su ingreso a la cárcel acusado de fraude, denunciado por su hermano y todo, como después lo supo, para acostarse con su mujer. Cuando salió, su mujer le pidió el divorcio que él aceptó resignado. Un mes después supo del casamiento de su hermano y su ex mujer. Su madre le confirmó la historia de infidelidad.
Nos salimos después de otras dos o tres rondas. La esplendente mañana era ya un medio día calcinante. Dos cuadras después nos detuvo una miscelánea.
–Ni modo, entremos.
Buscamos un lugar bajo la sombra de un limonar, en la trastienda. Nos sentamos en unas piedras y se acercó la dueña con una botella de mezcal y dos pequeños vasos de veladora. Escanció generosamente, dejó un pequeño plato y limones.
La trastienda era un patio con cinco árboles bajo los cuales se sentaban los parroquianos en improvisadas mesas. Al fondo había algunas viviendas y de vez en vez salían algunos niños a jugar. Tres personas de patibulario rostro discutían en voz baja, inclinándose para que sus comentarios no se escuchasen.
–¿Qué tal la cárcel? –pregunté a bocajarro a Darío.
–Espantoso... la verdad no quiero ni recordarlo.
–Disculpa... olvídalo.
–No hay problema.
Después de un tiempo volví a la carga, no sin antes disculparme por la intromisión.
–¿Por qué pasaste tanto tiempo en la cárcel? Hubieras salido con un buen abogado.
–Porque mi hermano es un pinche oreja y tiene conexiones.
No pregunté más, me parece. Salimos. Enfilamos nuestros pasos a una callejuela al este de la ciudad.
Entramos a un tugurio y pedimos cervezas. No había advertido, pero la persona que nos atendía era un homosexual un tanto extravagante, más por sus posturas y arranques que por su vestimenta. Bebíamos en silencio, absorto cada cual en sus pensamientos o acaso en sus sensaciones. Fue una especie de acuerdo tácito. Los ruidos de las mesas adyacentes: gritos, improperios, susurros, vasos entrechocando se incrementaban. El humo de los cigarros densificaba el ambiente, impregnando ropas y pensamientos.
Un personaje surgido de un cuadro impresionista se acercó exultante a nuestra mesa. Darío se levantó para saludarlo y se fundieron en un abrazo fraterno y frágil. Manuel era su nombre. Nos saludamos diligentemente y pedimos un vaso más y otra caguama.
La afanosa y lúbrica mirada del mesero me atrajo de nuevo a la cantina. Desperté como de un marasmo y fijé mi vista en mis acompañantes que seguían enfrascados en una discusión a la que lentamente me incorporé hasta imponer mi punto de vista, más como deporte que por convicción. Volvía al redil de mi vida.
Pasaron varias rondas de caguamas antes de que acordáramos marcharnos de ahí. La cerveza, después de un tiempo, hostiga.
Fuimos a la casa de don Enrique. Una cantina disfrazada de casa, enclavada en el centro mismo de la ciudad pero que una vez dentro pareciera que se estuviera en un pueblo aledaño a la ciudad. Llevaríamos como la mitad de la botella cuando Manuel nos propuso asistir a la inauguración de una cantina. “No tenemos invitación” fue la respuesta de Darío y mía.
–El dinero es la invitación, güeyes –replicó.
Llegamos a un lugar algo extraño para mí. Lleno de adolescentes. Decenas de chicas anoréxicas distribuyendo sonrisas, cuchicheando entre ellas, tomando en pie una cerveza, platicando y semi bailando en su lugar.
–Una chela y nos vamos –me dijo Darío pidiendo una ronda.
No sabría explicar con certeza lo que ocurrió después. Todo fue confusión, gritos y caos. Darío se encontró a su hermano. Alejandro. Empezaron a discutir. No le di importancia porque veía a una linda morena que se desplazaba sensual en medio de la atestada estancia.
De pronto se escucharon gritos; por sobre la música estridente se oían improperios y golpes. Una oleada de personas me atropelló. Me abalancé y quitaba cuerpos de en medio para llegar a los que peleaban. Cuando llegué al centro, Darío se incorporó con el rostro transfigurado, las órbitas de sus ojos desquiciadas y espumando sangre de la boca. Se encaminó a la salida y todos, incluyéndome, le cedimos el paso. Una valla expectante y silenciosa lo miró salir. La música seguía inconmovible y a todo volumen. Con todo, se escuchaban los chillidos de su hermano, rodeado de personas.
Seguí a Darío. Ya en la calle miré los rostros de unas aterrorizadas adolescentes que contaban su versión de los hechos. Darío lanzó un esputo sanguinolento en la cuneta de la calle y se perdió ante el asombro de los parroquianos y la mirada atónita de los guardias de seguridad que nunca movieron un dedo porque probablemente nunca advirtieron lo que había sucedido.
Un perro que olfateaba en las inmediaciones se acercó al pequeño charco de sangre en medio de basura. Mordisqueo algo y se fue tranquilamente.
–La oreja, la oreja –se escucharon gritos desde el interior.
–Busquen la oreja –decía una mujer que salía histérica.
–La lleva el perro –dije señalando al perro que meneaba la cola y daba vuelta en la esquina.
Tres, cuatro y cinco jóvenes corrieron para perseguirlo.

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