lunes, 1 de agosto de 2011

Beber en La Habana

A Virgilio, in memoriam

Subirse a un destartalado avión soviético invita a beber compulsivamente para conjurar cualquier desperfecto. Una bolsa de aire, una turbulencia, es señal para levantar la mano y llamar a la azafata que, con sonrisa impaciente, sirve un nuevo trago de ron. Es saludable llegar borracho a cualquier país que visites por primera vez.
La vista nocturna de La Habana en pleno vuelo es inigualable pero también aviso para pedir el último trago en preparación psicológica al aterrizaje. Un aeropuerto internacional digno es aquel que tiene un bar abierto las 24 horas del día. Llegamos en la madrugada: salas desiertas, puertas cerradas.
Después de instalarme parto inmediatamente a las bulliciosas calles de La Habana Vieja. En la calle Obispo centellean sobre las mesas de pequeños bares los vasos aquilatando rones. El fantasma de Guillermo Cabrera Infante nunca se despegará de mi. Anagramatizo mi situación en mi nombre: resurtir etanoles: rones tertuliares.
Un extranjero no pasa inadvertido, un mexicano, menos. Las jineteras a todo galope acechan y encuentran. El primer lugar que recuerdo que visité fue La lluvia de oro; rones y sones es la perfecta combinación en un ambiente tan peculiar.
Poco a poco, trago a trago, la euforia se disipa y se devela una ciudad en ruinas, donde la pobreza es palpable y la falta de lo indispensable para los isleños es evidente, no así para los turistas que, con dólares, la vida es más sabrosa.
La mejor cerveza local es Cristal y es inconsegible para los cubanos quienes tienen que conformarse con un remedo de cerveza: un jarabe de melaza indigerible que se expende en auténticos tugurios, donde la negrada se reúne a emborracharse para olvidarse de su triste situación más que para convivir.
Con todo, después de algunas copas de ese compuesto, se llega a disfrutarlo, más por la compañía que por el sabor. Algunos cubanos me miran extrañados de que entre a ese lugar reservado para los nacionales y no esté, como se imaginan, en El Tropicana, al que quise visitar pero preferí pueblear.
Visité un centro nocturno, El Comodoro, donde es fácil perderse. En la barra, una mulata advirtió que era extranjero y preguntó de dónde era. Al saber mi nacionalidad de inmediato me dijo: si quieres te presento a una rubia de ojos azules. Inquirí el por qué. Es que todos los mexicanos prefieren a las rubias, me respondió. Para demostrar que era la excepción de la regla, pasé la noche con esa excepcional mulata, invitándole copas y más copas.
Pedí daikiri que, como dice el personaje de Tres tristes tigres es “la bebida nacional en Cuba (...) una especie de batido de helado con ron, que está bien para el calor de Cuba”
Por supuesto fui a La bodeguita de en medio, célebre por Ernest Hemingwey; también al Floridita.
Conocí la casa y estudio de Korda, el fotógrafo que inmortalizó la efigie de Ernesto Che Guevara y que todo mundo porta en playeras, letreros, posters y anuncios de todo tipo. Korda, también prototipo del fotógrafo Kodak en Tres tristes tigres.
Korda que semanas después fallecería en París y que me contó de sus andanzas con Cabrera Infante cuando, antes de la Revolución, iban a cubrir información de sociales para el periódico La Nación, uno a reseñar, el otro a retratar a famosos y la élite habanera.
Korda que sirviendo ron me mostrara recortes, hojas y periódicos de aquella lejana época y contándome las desavenencias con Cabrera Infante quien se autoexilió en Londres y fue un duro crítico del régimen castrista.
Korda que ron en mano diestra y en la siniestra recorriera páginas de vetustos periódicos recordando la Cuba batistiana, los lujosos hoteles, la vida cultural y bohemia, la entrañable amistad con Cabrera Infante a quien consideraba traidor pero que no obstante lo extrañaba.
Korda firmándome un billete cubano con la efigie del Che captada por él mismo durante un sepelio, cuyo negativo me muestra como un tesoro y contándome que una copia de esa foto firmada por él la vende en 100, 200... dólares: según el sapo es la pedrada, como decimos aquí.
Y luego en el bar del hotel Nacional donde forzosamente hay que mostrar el pasaporte y donde, para comenzar el día, hay que tomar cerveza Corona. Después visitar el barrio chino y ser asediado por jineteras y jineteros. Un joven habanero me lleva a su casa, un departamento decrépito en un edificio a punto de venirse abajo.
Y es el el hablar habanero lo que me subyuga y entiendo hasta entonces cuando Cabrera Infante -mi Virgilio en La Habana, ese tórrido paraíso infernal- decía que hay que leer su novela en habanero: incesante, prolijo, recortado, intraducible.
Y en medio de las ruinas revolucionarias, de monumentos con pátina de abandono; entre habitantes que en cada turista ven una presa, abandono La Habana decepcionado del estado de cosas que veo y a un tiempo contagiado de la alegría que, pese a todo, exultan los cubanos.
Me registro en el aeropuerto, compro algunas botellas de ron para regalar. En el avión, con nostalgia mirando la isla pido a la azafata un trago de ron. No hay nada más saludable que llegar borracho a tu país para mitigar la tristeza que te rodea.
utorrentera@hotmail.com

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