martes, 9 de agosto de 2011

Yaya

Doña Yaya tiene una sonrisa encantadora. Vive en una vieja casona en el Centro Histórico; alargada y de dos patios interiores pequeños. Vive modestamente pero con dignidad. Su casa está situada en una cuadra donde abundan los llamados antros. Es la cuadra de los antros; la casa de doña Yaya es la excepción porque ahí recibe a invitados, no a clientes. Así trata a quien llega por primera vez.
La verdad uno se siente en casa. Es la segunda ocasión que acudo a esta casa, sin embargo la primera vez que me llevó el pintor Raúl Armenta no tuve la oportunidad de conocer a doña Yaya, sino recién ahora que me llevó un par de amigos cuyos nombres empiezan con A.
Doy por sentado que se accede a esa casa por invitación o, mejor dicho, como quien visita a viejos conocidos o a un familiar. Nadie abre las puertas de su hogar a un extraño, así que resultaría infructuoso tocar la alta puerta de madera con incrustaciones metálicas. Cualquier extraño simplemente no entraría.
Para cuando las puertas de la media docena de antros que hay en esa cuadra en el centro de la ciudad empiezan a abrir para hacer la limpieza, el portón de la casa de doña Yaya ha cerrado horas antes.
Desde la calle, en una ventana abierta y protegida con barrotes de hierro forjado se lee un letrero que anuncia un bazar. Se ve ropa colgada, así como diversos objetos en venta. Es una pequeña estancia que antes fue la sala de la casa.
Solo sirven mezcal y cerveza. No hay música, tampoco gritos ni improperios, solo charlas sosegadas, a media voz, pues se está en una casa habitada por mujeres.
La primera vez que fui, hace ya meses, nos sentamos en sillas inmediatamente después de cruzar el umbral de la entrada, bajo un techo abovedado que desemboca en un pequeño patio donde hay una pileta empotrada a la pared y rodeada de un pequeño jardín.
Para ir al baño hay que cruzar ese patio sobre un corredor. Se pasa delante de dos habitaciones cuyas puertas están abiertas y se ven las camas. Luego, a la izquierda la entrada de una cocina, seguida del comedor. Al fondo está el baño, junto al lavadero. Es el único baño de la casa.
En ese segundo patio hay una escalera de cantera que llevan a una habitación en la segunda planta. Al parecer esa parte está deshabitada. No se si halla más habitaciones o solo sea una.
En la segunda ocasión, literalmente entré hasta la cocina y de ahí al comedor. Ya Alfredo nos esperaba. Nos sentamos en la desgastada mesa del comedor. Del trinchero Abel sacó tres caballitos de vidrio. Nos sirvieron un marrito de mezcal y una cerveza por cabeza. Al centro, un plato con limones cortados por la mitad para quien quisiera.
Antes de terminar la primera ronda llegó doña Yaya acompañada de una niña de unos tres años, hija de la señora que ayuda a la dueña de la casa. Me presentaron con ella y por mi apellido recordó a mi abuelo Fortino Torrentera, quien viviera en la tercera calle de Porfirio Díaz, a escasas dos cuadras de donde estábamos. Doña Yaya venía de misa. Era domingo.
Amable, doña Yaya se sentó en la cabecera del comedor y nos escuchó un rato; contestó a algunas preguntas y le pedí que si podría tomarle una fotografía a la que accedió diligentemente. De noventa años, doña Yaya está perfectamente lúcida y proviene de una familia de abolengo. Su trato, su manera de hablar, delatan una esmerada educación.
La casa, al paso de los años se ha deteriorado. Es verdad, se advierte cierto abandono por falta de mantenimiento pero justamente eso hace más memorable el lugar. Al traspasar la puerta pareciera que se retrocediera en el tiempo y se instalara en una época donde recuerdos previamente seleccionados la doraran, como si en realidad los tiempos pasados hubieran sido mejores.
Supongo, o quiero creer, que más que negocio, doña Yaya abre la puerta de su casa para tener una ocupación y, de paso, pero en segundo término, obtener un ingreso. Nada mal si a cambio se recibe un servicio extraordinario.
Ahora la algazara, el tumulto me parecen abominables. Así que un lugar con estas características se asemeja a un paraíso, donde la charla fluye y la memoria aflora con cada palabra que pronuncia el interlocutor.
Esa casa, en medio de antros para jóvenes bulliciosos, se convierte en un remanso, en un escape al tráfago de la calle cuyos ruidos desaparecen tan pronto se cierra el portón. Se respira un ambiente de tranquilidad. En una palabra, como si se estuviera en casa, sin el inconveniente de soportar a la familia.

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