lunes, 22 de agosto de 2011

Otra trastienda

Toda trastienda tiende a convertirse en un mundo indivisible y único. Lo sabemos tras cruzar el umbral. Un policía en el ejercicio de sus funciones queda lisiado y el ayuntamiento municipal le otorga una pensión de 160 pesos quincenales. Una mierda. Un funcionario público lo apoya y logra una ayuda más sustancial. Insuficiente. Una mierda.
La tienda se llama La Pequeña. Todo es pequeño en el universo de los pobres. Una cerveza es una desmesura. Ni pensar en una cantina. La exuberancia botánica se reduce a unos menguantes cacahuates y una alta cuenta de algunos cientos de pesos. Una mierda.
Junto a la tienda, una sábana como cortina separa la recamara. Hace 15 días lo asaltaron. Un tipo llegó cuando su mujer no estaba. Le colocó una bolsa negra de plástico para que no los identificaran. Entraron tres tipos más. Sus hijos, de entre cuatro y tres años, se escondieron. Toda una mierda.
Aparte de los documentos oficiales, le robaron la magra pensión, el dinero de la venta del día. Quizás hasta mercancía. No fue el robo per se, sino la impotencia. Detrás de su mirada había una cristalina mirada de oprobio y denuncia. Una oquedad parecida a la soledad. Una mierda.
Es un hombre grande en su pequeñez. Un inválido. Asistido por su mujer, pequeña, frágil y fuerte a la vez, lo sostiene y lo mantiene en su silla de ruedas. Es un coloso que mira de frente a la gente. Obstinado seguramente mirará de frente. Y todo a su alrededor, una mierda.
A la tienda llegan sus ex colegas, solidarios compañeros que apoyan comprando caguamas, cigarros; animando una tarde que siempre se convierte en triste cuando llega la noche. Una solidaridad ausente. Una mierda.
Llega el de la coca, la pepsi, la leche… desde la silla el hombre atisba por encima del hombro de los contertulios y manda al pequeño a cumplir con alguna tarea: cobrar, dar cambio, llevar algo, servir una cerveza al padre… Una mierda
El constante trajín de autos en el centro de la ciudad inunda ese pequeño espacio. Más allá del medio día, cuando los rayos solares resquebrajan el aluminio del techo y hacen sonar falsas campanadas, un viento apacible se estanca, potencializando el calor. Una mierda.
Y ante un patio lleno de cubetas, desechos de todo tipo, olores que recuerdan otros tiempos y otros lugares, acaso el fragor de una última batalla etílica, los mezcales reverdecen no solo el sentido gustativo de quien lo prueba, sino muchas sensaciones ocultas tras el insomne sueño ébrico. También una mierda.



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