lunes, 8 de agosto de 2011

Mezcal

El número 36 de la calle oscila entre las dos pequeñas hojas de la puerta destartalada por el vaivén de la luminaria. Sobre un fondo rojo, la fachada está cruzada por rayas azules. Una estantería se adivina apenas.
Al traspasar el umbral el hombre, enceguecido, masculla un “buenos días” que se repite como un eco agudo pronunciado por una mujer que surge del fondo del lugar. Nictálope a fin de cuentas, el hombre se adentra maravillado por la disposición del tendejón–cantina. Invitado por la propietaria se sienta en una silla de madera grasienta frente a una mesa desgastada. En el oscuro rincón, el anafre calienta la madrugada que se escurre por la ventana y puerta desvencijadas.
En la estantería, las botellas destellan policromas cuando un tenue haz polvoso de luz las atraviesa. Unas reverdecen: ruda, cedrón, hierba maestra, damiana; otras enrojecen: cuachalalá, granada, tejocote; en la esquina, una botella adquiere una tonalidad ambarina: cáscara de naranja; otra más simplemente se ennegrece: chabacano; las más, claras, transparentes, de mezcal puro, resplandecen. La mirada oblicua del parroquiano advierte los matices del gayado. Las botellas agávicas estallan en colores.
Impelido por la sed y la atracción que le provoca el lugar, pide un mezcal.
—¿Cómo lo quiere? ¿Blanco o curado?
— Quiero un mezcal que cure –ataja.
Con una sonrisa, la mujer se dirige al mostrador. Un largo bostezo a sus espaldas lo sobresalta. Emergiendo del sopor etílico, un viejo se despabila y repite, entre eructos: un mezcal que cure.
Carmen, propietaria del lugar, llega con dos pequeños vasos. Coloca uno frente al parroquiano y vierte mezcal hasta casi llenarlo. El perspicuo líquido forma una cadena de burbujas en los bordes que una a una van desapareciendo. Si no fuera por su congénita anosmia, podría percibir el explosivo olor del mezcal que se esparce en la estancia penumbrosa.
Con temblorosa mano el hombre levanta la copa. A contraluz la sustancia adquiere matices tenues e insospechados. Moviendo la copa lentamente, el líquido se adhiere a las paredes cristalinas resbalando y dejando una capa grasa apenas perceptible. El hombre se prepara a recibir el primer trago. Cierra fuertemente los ojos mientras el áspero sabor invade el paladar, las papilas gustativas se contraen, la garganta siente la ígnea bebida resbalar y finalmente el estómago se incendia y revoluciona. El escozor agridulce traspasa, como una espada, al hombre. La vida despierta después del primer trago.
El torpor parece menguar. Con las manos aún tumefactas juega con la sal y las mitades de limón que recién colocó la dueña en su mesa. Exprime dos gotas de un hemisferio cítrico que impregna de sal y, al momento que pretende llevárselo a la boca, el viejo lo detiene, primero, con un carraspeo.
— No señor, el buen mezcal se toma puro.
Con dificultad, con la copa en mano, el hombre se vuelve. La expresión extraviada del viejo sorprende al viajero. La abotagada faz oscura luce una pequeña protuberancia en el nacimiento de su nariz; la boca con dientes amarillentos en contracción semeja una sonrisa que le saluda.
— No sé de cuando acá se tiene la costumbrita de servir el mezcal con limón y sal de chile con gusano de maguey, pero desde que yo tengo memoria el buen mezcal se toma puro y el buen mezcal siempre es cristalino, desconfíe usted de los curados porque en muchas ocasiones se pretende confundir el gusto de las plantas o las frutas con un mal mezcal. Dice el viejo al tiempo de alzar la copa para brindar en silencio.
—Salucita
—Salud –contesta el visitante quien imita al inesperado compañero de cantina. Los hombres se mantienen callados, estudiándose.
—¿Otro traguito don Carlos? –interrumpe la señora Carmen que levanta el delantal para secarse las manos.
—Sí, ¿qué se le va a hacer? –responde el viejo, quien se levanta de su lugar y se sienta frente a la mesa del extranjero a quien también escancia una ración.
Después del primer trago, el inglés ha recorrido fascinado la estancia. La vieja estantería de madera no sólo contiene las varias botellas de mezcal, también se exhiben productos de distinta especie y disímil uso y procedencia.
—De todo un poco, resume la señora Carmen a las interrogantes mudas del inglés.
—Otro chínguere, míster –ordena y pregunta la solícita mujer que escancia dos raciones de mezcal en vasos de cristal de veladora.
Los hombres brindan en silencio.
De la puerta de la accesoria que da al patio interior se filtra una corriente cálida. El canto de los pájaros enjaulados destella anunciando la mañana.

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