Recorrer las cantinas de una ciudad es elaborar una cartografía oculta para el resto de los seres humanos. Es entrar a un espacio donde el tiempo se detiene o, por lo menos, adquiere otro sentido. Los seres que las habitan, cantineros, meseros, cocineras y parroquianos pronto conforman una cofradía.
Tal hermandad cambia de cantina a cantina pero el elemento de una, puede integrarse a otra sin perder su personalidad. No tarda mucho en adquirir nuevos hábitos, imperceptibles para el resto y aún palabras claves que remiten a un hecho concreto, a un personaje, a una anécdota.
O bien, sucede que si un cantinero cambia de cantina o funda la propia, es seguido por parroquianos fieles; o bien, lo habitual, cuando un parroquiano cambia de cantina pronto es aceptado y arropado por la nueva hermandad a la que se adhiere sin ceremonias ni iniciación. Eso resultaría demasiado escabroso, demasiado extraño y, qué duda cabe, bastante estúpido.
Así, las cantinas se renuevan y un nuevo ciclo comienza, inadvertido pero inexorable; gradual al principio mas permanente. Los ciclos se superponen, de ahí que resulten casi imperceptibles aún para el propio propietario que a la vuelta de los años advierte los cambios: la muerte de uno o más parroquianos, ausencias permanentes, deserciones, parroquianos que de pronto se convierten a la sobriedad…
En cambio, nota la presencia de nuevos parroquianos que se vuelven habituales, que lo nutren de nuevas historias, de inflexiones gramaticales, chistes, anécdotas… un nuevo ciclo que pronto habrá de cerrarse para dar paso a otro y así sucesivamente hasta que el fundador fallece entregando la estafeta a una nueva generación, generalmente su hijo, quien además de saber del negocio, conoce a los parroquianos. No solo hereda un negocio, transmite una tradición.
En una de las últimas calles de Rayón, detrás del templo de Los Siete Príncipes se encuentra una cantina de vieja raigambre, La Alborada. Una pequeña barra en donde suelen acomodarse hasta seis personas sentadas y quizás hasta tres paradas.
Luego, tras traspasar dos puertas batientes ubicadas sobre la calle, una primera estancia con unas seis mesas y después, tras pasar por un umbral sin puerta, otra estancia más amplia. Junto, la cocina y después el baño. El de mujeres está en un patio, al fondo.
Sin embargo, lo distintivo de esta cantina es la reproducción, en líneas metálicas, de una caricatura de su fundador, el señor Heredia, realizado por el ya desaparecido caricaturista Manolo Aguilar. Dos o tres fotografías de arte y luego un distintivo deportivo que delata la afición del propietario.
Diariamente está concurrida y, como en la mayoría de los llamados centros botaneros, a cada ronda se sirve una botana, que cotidianamente cambia para no hastiar a los parroquianos.
Toda cantina tiene un tipo específico de clientela, la de La Alborada no es la excepción. Con algunas asistencias, he empezado a conocer a algunos de sus asiduos. Y los jóvenes meseros y su actual propietario, Horacio Heredia, pronto saludan de nombre y estrechan la mano a un nuevo cofrade.
Hay, por supuesto, camaradería y las bromas entre parroquianos de mesa a mesa suben de tono sin llegar a la agresión. Hay bullicio y algarabía. Quien no participa de las bromas no es molestado y se le respeta. Ya lo dice el proverbio, quien se lleva, se aguanta.
Para alguien no acostumbrado a las bromas subidas de tono, el lugar pudiera resultar un tanto grosero pero es necesario armarse de paciencia y pronto lo que al principio parecía un despropósito, se convierte en motivo de regocijo, aún cuando no se participe de ellas.
Pocos, es cierto, son los parroquianos jóvenes, lo que convierte a La Alborada en una cantina tradicional. Sin embargo hay excepciones, cuando por ejemplo se transmite algún partido de futbol importante. Entonces el lugar se atiborra de personas de toda edad.
De vez en vez acuden mujeres acompañadas de algún parroquiano. Todos, sin excepción se portan caballerosos y respetuosos con ellas. Pero pese a que está permitida la entrada de féminas sin restricción alguna, La Alborada es una cantina para varones. Qué se le va a hacer.
De cualquier manera a la tercera ocasión que se le visita, parroquianos y personal pronto saludan familiarmente a quien llega. Ya en confianza, La Alborada se convierte en un lugar imprescindible para visitar y degustar bebida y botana con nuevos amigos.
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