Juan Fernando espera en el lobby
del hotel. Sentado en una poltrona desmimbrada, el indio zapoteco hojea un
periódico local de apenas ocho hojas tamaño sábana y de un diseño nada
agradable a la vista. El caso de Marina García sigue fresco a pesar de que ha
pasado poco menos de un año del suceso que conmovió a los oaxaqueños o
antequerenses como gustan designarse así mismos algunos cultos en recuerdo al
antiguo nombre de la ciudad, la Nueva Antequera, que se convirtió en Verde
Antequera por el color de la piedra con que construían sus edificios. Juan
Fernando no puede evitar un mohín de disgusto por el rebuscado patronímico que
aparece en el diario, pero lo olvida al recordar a Marina.
Juan Fernando conoció a Marina, hija de un diestro
tejedor de manteles en el barrio de Xochimilco, don Juan García Botija que se
echó al trago después de la muerte de su única hija. Marina, como aquella que
conoció el conquistador español. Pero esta Marina –recuerda Juan Fernando– era
de una extraña belleza, que cautivaba a quien la viera. En el barrio de
Xochimilco estaban orgulloso de ella y todos la cortejaban y, al mismo tiempo,
todos la cuidaban de los cortejos. Juan Fernando todavía tiene una pequeña
cicatriz en el pómulo izquierdo debido a una riña durante la fiesta del barrio
ya hacía unos seis o siete años. ¿Cómo olvidar a Marina si todos sus intentos
por agradarle fueron vanos, si todas sus respuestas fueron esquivas, si, al fin
y al cabo, lo mantuvo en vilo entre un probable sí y un certero no? Mas la
cicatriz en el rostro, una escisión en forma de un signo de interrogación, no
le molesta, sino la herida que no ha cicatrizado del todo en su corazón: el
rechazo.
Herida que abrió de nuevo al enterarse de su
repentina muerte que, al decir de mucha gente, fue debido a un hechizo de un
pretendiente rechazado, así como él. Tres días de agónica existencia recuerdan
sus padres y el propio Juan Fernando que veló a la enferma en el umbral de su
casa, como otros tantos pretendientes, amigos, familiares... pareció un funeral
adelantado. En los corrillos nocturnos empezó a circular la versión de que su
enfermedad era en realidad brujería. Después que los médicos se declararon
incompetentes, poco a poco empezaron a llegar extraños personajes a la casa de
don Juan García, primero curanderos, después, según algunos, brujas.
Juan Fernando platicó, después de los sucesos con el
doctor Vigil. Todo empezó con un ligero dolor de cabeza que le provocó, desde
un principio, una disfagia extrema. A la enfermedad consuntiva, de origen
desconocido, siguió una caquexia que en un tiempo brevísimo la llevó a la tumba
y de la tumba al deshonor de la familia.
Nada pudieron hacer médicos, curanderos y brujos.
Marina falleció como a las nueve de la mañana del 3 de febrero. La velación del
cadáver, esa misma noche, congregó a todo el barrio. El coronel Constantino
Chapital, gobernador del Estado y compadre de Juan García, asistió para dar las
condolencias a la familia. Al día siguiente, una gran procesión siguió el
féretro de madera revestido de fieltro blanco, como correspondía a una
señorita. Juan Fernando, consternado, siguió como autómata a los deudos y bajo
un pochote lloró en silencio mientras el cura de la parroquia de Xochimilco
santiguaba con agua bendita el féretro colocado en un foso que primero se llenó
de alcatraces, grandes flores blancas de pistilo amarillo, y después de tierra,
cuya humedad llenó de olor térreo el pequeño panteón del barrio.
Poco a poco el cementerio empezó a despoblarse en la
medida en que el sol se ocultaba tras el cerro del Fortín. Juan Fernando y dos
amigos más, Miguel y Ángel, se retiraron al último, mientras el sepulturero
guardaba sus tristes herramientas de trabajo: un pico, una pala, cuerdas y unas
cubetas de latón. Toda la noche los tres se la pasaron tomando en la tienda de
don Ramón Ximeno quien los acompañó y hasta invitó algunos tragos al advertir
la tristeza que los invadía y que también compartía.
Saliendo del tendejón de Ramón Ximeno, las primeras
noticias de la profanación de la tumba empezaron a correr de voz en voz en el
barrio. El cuerpo desnudo de Marina fue encontrado por un arriero en las faldas
del cerro del Fortín.
La ciudad se estremeció, tanto como había pasado con
el terremoto de hacia un año antes. Y si bien Juan Fernando se había resignado
con su muerte, la profanación de la tumba y luego el acto de necrofilia, lo
sumieron en una congoja que aún ahora lo estremece.
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