viernes, 24 de febrero de 2012

Santiago o la invención de una nueva raza




-¡Qué horror! ¡Cómo pueden gustarle estas cosas? –exclama una mujer con apariencia de empleada a su acompañante cuando pasan al lado de un grupo de estatuas ubicadas frente al templo de Santo Domingo de Guzmán, en la capital oaxaqueña.
 Bajo la luz crepuscular de una tarde calma, los reflejos patinados de las esculturas de barro producen sensaciones que van del extrañamiento a la perplejidad; las estatuas proyectan sombras volumétricas que se alargan mientras el sol declina: es la muestra escultórica 2501 Migrantes del artista plástico Alejandro Santiago que se exhibe en el Andador Turístico, en el Centro Histórico.
-Después de muchos años –me comenta Alejandro-, el gobierno de mi Estado por fin se decidió a instalar la exposición.
Se refiere a la misma muestra expuesta en el Forum 2007 en Monterrey y que ha recorrido diversas ciudades de México y el mundo. Algunas piezas fueron expuestas en el Museo de Arte Contemporáneo de Oaxaca. Después de algunos años llega a Oaxaca.
Alejandro, sentado en un escalón y acodado en la jardinera del atrio del templo dominico, atisba entre dos figuras que lo resguardan de otras miradas. En ese sitio observa la reacción de la gente que se detiene a contemplar las estatuas o bien tomarse una foto con la magnífica portada del templo del siglo XVII como fondo.
Los ocho grupos de estatuas de barro cocido distribuidos en el Andador Turístico sorprende a los transeúntes que pronto se detiene a observar detenidamente los rostros, las posiciones, los colores de los migrantes.

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Observar la reacción de los espectadores ante una obra es atestiguar el acto poético por excelencia. Es el momento en donde artista y espectador se interrelacionan e interactúan. La indiferencia o la displicencia del espectador refleja que el artista no consiguió su propósito: conmover; conmover en cualquiera sentido: de lo sublime a lo ordinario… no importa qué reacción.
La obra de Santiago logra ese propósito y lo exacerba. El conjunto de su obra pictórica nos lleva a mundos oníricos donde los seres antropomorforizados condensan y expanden angustia, desolación, opresión que conducen a una suerte de náusea sarteriana.
Ante los migrantes santiaguinos, el espectador se debate entre el asombro y la turbación. Cierta inquietud de la que deviene aprehensión existencial. Como en la vida real, los migrantes crean zozobra y temor. La condición migrante devela el miedo ante lo desconocido, los desconocidos. Es un temor atávico, ínsito.
Cada pieza es diferente pero que en conjunto se reconoce a sí misma: la individualización colectiva. Cuando observamos a los migrantes también adquirimos la visión de aquel que siente invadido su territorio: seres diferentes, extraños, anormales que crean espanto y sobresalto; seres que incomodan y rompen la cotidianidad; seres de diferente color, distinta cultura, disímiles hábitos… seres, en fin, amenazantes y que, por tanto, es necesario mantener a distancia o, mejor aún, rechazarlo, expulsarlo, eliminarlo.
Es justamente este sentimiento de repulsión el que el artista nos hace aflorar como espectadores. Las piezas en cierta forma evocan lo grotesco pero de una manera sutil, casi inadvertida. Son como nosotros pero no lo mismo.
Las esculturas nos muestran a seres aquejados de destierro, rostros donde se entremezcla la nostalgia, la rabia contenida, el desamparo, la vulnerabilidad. Y, como en la vida real, también estoicismo, orgullo y una altivez serena, sosegada.
Como demiurgo, Alejandro Santiago ha logrado crear a partir de arcilla otra raza, la raza de los migrantes, sin alegorías, sin concesiones. Seres que en cualquier parte del mundo provocará la misma reacción.
La dualidad esculturas-espectadores convierte a la muestra en una actividad interactuante, vívida. Ambos extremos se fusionan en el entorno: la calle.
Sería lugar común decir que la muestra tiene como antecedente a los guerreros de terracota de la tumba de Qin Shi Huang; o de los moais, gigantescas figuras humanas de piedra en la Isla de Pascua o incluso los atlantes de Tula… pero migrantes rebasa incluso el sentido estético y poético pues se compromete con las penurias de los migrantes no de forma condescendiente o desde el Olimpo de los artistas consagrados, sino porque el mismo Alejandro Santiago padeció  en carne propia la migración. Nadie mejor que un migrante para contar la historia de los migrantes.

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La mirada atenta, escrutadora del artista se pierde en los meandros que conforman el grupo escultórico admirado y a veces despreciado por los transeúntes.
Niños se internan en el grupo de estatuas formando laberintos de infinitas posibilidades. La mirada de Alejandro Santiago sigue ese juego que solo un artista y un niño puede ver sin asombro, sin extrañamiento pero sí con pasión y deslumbramiento.


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